
Cuando supe del
accidente ferroviario en Villada (Palencia) el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue «no me extraña», fruto de mi experiencia de cinco años como pasajero de esa línea. Me cuentan que el tren sigue
igual de obsoleto que a finales de los 80, cuando un servidor ponía rumbo a la facultad en Pamplona. Aquello era (y es)
tercermundista, pues el convoy estrellado ayer era uno de los que yo conocía. Mal recuerdo un viaje que
nunca cumplía sus horarios, unos vagones que daban
tanto miedo como asco, una habitabilidad y olor propios de una
granja rodante, un bar que no existía, unos servicios (léase meaderos)
de juzgado de guardia, unas medidas de seguridad de pandereta.
Aquello en vez de rodar trotaba, se balanceaba y nos movíamos a bandazos por los estrechos pasillos. El traqueteo que marcaba la sinuosa vía se transmitía a nuestros pies a un ritmo infernal. Un viaje tan
subdesarrollado y penoso que manchó para siempre la imagen que tenía de la Red Nacional de Ferrocarriles Españoles (Renfe).
Pero esa sombra se iluminó hace un par de años. Justo cuando viajé en el fabuloso
AVE Madrid-Sevilla. Pude comprobar que a medio camino no cambiaban la máquina diésel por una locomotora eléctrica; ví que donde buscaba un bar había un moderno restaurante; que los asientos eran mullidos y para sentarse; que los pasillos eran amplios y podías cruzarte con gente; que aquello apenas se movía pese a ir a más de 300 por hora; que olía bien; que el viaje no estresaba, ni acojonaba...
Ese es el tren que nos prometen a los gallegos desde hace lustros. Un caramelo en boca de todos los políticos habidos y por haber que saborearán, como mucho, nuestros hijos.
Periodistas 21 :: Opacidad ferroviaria